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Septiembre 2013
Septiembre 2013

Día 1

Guillermo García Velasco

Especialista en Medicina Familiar y Comunitaria CS La Calzada. Gijón

Guillermo García Velasco

Especialista en Medicina Familiar y Comunitaria CS La Calzada. Gijón

Empieza la semana. Casi cada día me prometo no retrasarme demasiado en la consulta, casi cada día incumplo esta promesa. Me he planteado incluso empezar a ver a los pacientes 5 o 10 minutos antes de la primera cita. No sirve de mucho si luego mi gestión del tiempo deja mucho que desear y a los 45 minutos ya llevo casi media hora de retraso. Una compañera comentó en una sobremesa, al ritmo de un café con leche, que la primera media hora de consulta es fundamental, que si controlamos el retraso en esos 30 primeros minutos ya tenemos mucho ganado, ¿será verdad?

 

 

 

 

Vino porque le dolía el cuello y al final… mira, tiene un bocio. (lea la continuación)

María Elisa tiene 54 años y está preocupada por un dolor de cuello desde hace 10 días. No ha tomado ninguna medicación porque lo atribuía a un esfuerzo realizado en una mudanza y pensaba que se le iba a quitar. Se puso calor local pero sigue con molestias.

 

En la exploración cervical se aprecia una ligera limitación de la movilidad lateral y dolor selectivo en la palpación del trapecio. En un determinado momento me doy cuenta de que parece tener un tiroides más grande de lo normal, está en la línea media del cuello y se eleva al tragar saliva…

 

Mira por dónde: ¡tiene un bocio bastante curioso! Porque de lo que estoy seguro es que no es una adenopatía, ni un quiste tirogloso, ni esas otras enfermedades que siempre estudiamos en el diagnóstico diferencial y apenas hemos visto nunca (divertículos faríngeos o tumores del cuerpo carotídeo).

 

La paciente no se había dado cuenta y pensaba que era normal. Decírselo… ¿es una mala noticia? Así debería considerarlo al menos, porque detrás de un bocio surgen otras preguntas («¿es malo?», «¿puede hacerse malo?»). Pero al mismo tiempo me pregunto el «porqué» de las cosas (debe de ser que estoy fresco y la guardia de ayer aún no ha pasado factura). A veces olvidamos las preguntas sencillas y preferimos la comodidad de los atajos cómodos para así aparcar el esfuerzo de pensar. Preferimos encontrar un «pretexto» o la razón para derivar a otro nivel o solicitar tal o cual prueba que empezar desde el principio, es decir: preguntándonos el «porqué». ¿Por qué un bocio? Ya que aquí, cerquita del mar, el déficit de yodo es una rareza y la evolución ha sido lenta, imagino que la causa será un bocio multinodular.

 

Me pregunto por la función tiroidea y por lo que sé de la historia clínica y los hallazgos (negativos) de la exploración, no parece tener un hipo o un hipertiroidismo. Le pediré una TSH (hormona tiroestimulante) y una ecografía para conocer algo más de ese tiroides (porque lo que en realidad me preocupa, aunque no quiero que ella se agobie innecesariamente, es que haya un cáncer de tiroides de crecimiento lento, si bien las posibilidades son muy pequeñas).

 

Por cierto, la paciente vino por la cervicalgia y al final no le he dicho nada de su cuello y se ha ido con una solicitud de análisis y de ecografía. No sé si lo he hecho bien, bueno, sí lo sé: lo he hecho mal.…Quedo pendiente de la analítica y de los resultados de la ecografía del cuello. En unos días tendré los resultados.

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Al salir de la consulta María Elisa, la enfermera me comenta que una paciente llamada Rosario, a quien ella no conoce, ha sido dada de baja en el cupo por traslado a una residencia para personas dependientes. Necesitaría más tiempo para explicarle quién era.

 

No es una visita, es un recuerdo: Rosario.

Rosario tenía setenta y muchos años cuando la vi por vez primera en la consulta. Fuerte, quiero decir obesa, bastante obesa, a qué engañarnos. Vivía en unos apartamentos sociales para personas autónomas y desde ese primer día nunca fue una mujer sencilla de llevar. Pocas veces hubo tregua, pocas oportunidades para la ternura. La verdad, costaba un mundo encontrar resquicios para eso que dicen de la empatía. Casi siempre mal encarada y con frecuencia buscando algún motivo por el que protestar o echar en cara a alguien todos sus males.

 

Cada año, en determinadas fechas, siempre las mismas: Semana Santa, Navidad y en los días previos a la fiesta grande de la ciudad, requería ser visitada en su apartamento (sin demasiada justificación «médica», hay que reconocerlo). Parecía que escogía días siempre muy significativos, tal vez demasiado. Los motivos de sus consultas solían ser de poca relevancia desde un punto de vista estrictamente biológico pero sí llamaba la atención su demanda de recetas: «deme cuatro de Lexatín, cinco de Termalgin… porque ya sabe que yo solo vengo cuando lo necesito y estas recetas las debo en la farmacia». De poco servía que una y otra vez se le propusiera otra forma de hacer las cosas, a Rosario lo que «la ponía» era el modelo de «doctor shopping». No era agradable este tipo de relación. Me sentía un tendero en vez de médico. Y a pesar de refunfuñar en ocasiones, de explicarle ciento y una veces que no tendría que deber nada en la farmacia, que podía ofertarle una forma más cómoda para recoger las recetas en la unidad administrativa del centro… yo seguí facilitándole lo que me pedía, continué siendo su fiel camello. Con todo, lo de menos era la demanda de recetas. Lo llamativo era el tipo de relación asistencial, el comprobar cómo los desencuentros, porque en realidad eran eso, desencuentros, iban minando poco a poco la confianza e impidiendo una adecuada relación asistencial. Rosario se había convertido en una de esas personas que cuando las ves apuntadas en el listado de consulta movilizan incómodas mariposas en la barriga. Y yo me limitaba a «sobrevivir», a que no me afectase demasiado, o que al menos no tuviese consecuencias en los pacientes que vendrían tras ella. Es cierto que este tipo de situaciones suponía, tal y como dicen los expertos en comunicación, un verdadero reto para mejorar la relación asistencial, pero hubo un momento, no sé cuándo, en que arrojé la toalla, vale, «no puedo con ella», y mi único objetivo era ir tirando «con lo que había» e intentar atajar con siete llaves mi reactividad ante su indisimulado agrio carácter.

 

Con el paso de los años, Rosario empezó a venir menos por la consulta y en su lugar lo hacía una de sus hijas. Un día todo cambió. La culpa la tuvo un momento de sinceridad con su hija, eso que llaman una «señalización», algo que surgió de manera espontánea. Dicen los que saben de esto que a veces, según cómo la hagamos puede ser una herramienta nefasta de comunicación, otras veces es una herramienta muy poderosa para abordar cuestiones difíciles de plantear; en este caso, salió bien. «-Tu madre es una persona difícil, ¿eh?, a mí me cuesta mucho entenderla, nunca sé cómo hacer para que se encuentre bien.  -A usted, doctor, y a nosotras, ¿por qué cree si no que vive sola teniendo dos hijas en la misma ciudad?. Pero tenemos que elegir: o vivir en paz con nuestros maridos e hijos sin nuestra madre o llevarla a casa y asumir que podemos destrozar la familia.» Me quedé sin palabras, apenas un gesto de asentimiento.  -Ya (realmente me estaba abriendo ventanas, a la realidad y a la situación particular). Fue ahí, aprovechando el momento de una confesión sincera, cuando se me ocurrió decir: «-¿Qué fue? ¿Ha tenido una vida muy dura?». Y ya está, esa pregunta fue el disparo, la señal de salida, la que hizo que se encendieran de repentes cientos de luces, se abrieran puertas, ventanas, entrara el aire… Entonces su hija me habló, fue desgranando algunas de las circunstancias que intentaban responder a mi pregunta sobre su infancia y su juventud. Y me habló de cómo la Guerra Civil sorprende y derrota a Rosario y su familia (de apellido muy significativamente comunista en esta ciudad republicana y luego vencida), de cómo la familia intenta huir atravesando los Pirineos para llegar a Barcelona, de cómo les sorprende el frío en esa dolorosa travesía y mueren dos de sus hermanos, ateridos de frío y hambre, de cómo son capturados y devueltos a nuestra ciudad, de los largos años de posguerra soportando en silencio humillaciones y afrentas, limpiando los servicios en los cuarteles de la Guardia Civil…

 

No necesitaba muchos más detalles. Su hija fue resumiendo algunos retazos de ese dolor acumulado, y lo hizo sin culpabilizar a nadie. Y en ese momento los dos estábamos viendo otra cara al mal humor y la hiel de Rosario. El recuerdo de esta mujer es un buen ejemplo de cómo la atención a los pacientes puede cambiar cuando de alguna forma conoces retales de su biografía personal, familiar o social; puede que alguien piense que muchas personas han vivido experiencias similares o peores y son amables, comprensivos… Yo siempre pienso lo mismo: no se trata de justificar ni dar licencia para la descortesía, no se trata de juzgar lo que está bien o mal, quizás sea más sencillo que todo eso: comprender, entender algunos porqués que se nos resisten. Al fin y al cabo, eso es empatía, ¿no? Caminar con los zapatos del otro, ser capaces de intuir o vislumbrar lo que puede llegar a sentir el otro aunque ni siquiera necesitemos estar de acuerdo con él o con su sentimiento. No sé si esto tiene algún grado de evidencia o si hay trabajos publicados al respecto, lo que sí sé es que como una vez oí a Álvaro Díaz, médico de familia maestro y amigo, de vez en cuando y si las circunstancias lo permiten, merece la pena dedicar un montón de tiempo a los pacientes y empezar «desde el principio», recuperar el sabor de hacer una historia clínica sin prisas, convertirnos en «buenos escuchadores» del relato de nuestro paciente. Porque eso lo cambia todo.

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A Andrés le duele el oído… y además le supura.

Andrés tiene 69 años. En su historia está recogido que, desde hace mucho, oye mal, de hecho antes de jubilarse ya se apreciaba en las audiometrías realizadas por la mutua de la empresa una hipoacusia que siempre se atribuyó a exposición a sonidos de alta intensidad. Hoy viene a «controlar» la tensión arterial a la consulta de enfermería y, de paso, comenta que le duele el oído desde hace unos días, de hecho, al levantarse notó que la almohada estaba manchada porque «algo tenía del oído que le supuraba». La enfermera le hace una primera otoscopia y me comenta su situación para atenderle.

 

Además del dolor, a Andrés le parece que oye peor por ese oído. No tiene fiebre y no se encuentra especialmente mal. En la otoscopia se objetiva secreción purulenta y ligero edema del conducto auditivo externo;  me es imposible apreciar el tímpano en su totalidad, entre otras cosas porque le duele mucho al intentar introducir la cánula del otoscopio. Le molesta un poco al traccionar del pabellón auricular o al presionar el trago pero tampoco es un dolor importante.

 

Con la sospecha de una otitis externa difusa tengo varias dudas: ¿presenta realmente un signo del trago positivo?, y la más importante, ya que no veo el tímpano: ¿se trata de una otitis externa frente a otitis media perforada? Lástima no poder disponer de un aspirador de secreciones porque quizás viendo el tímpano saldría de dudas pero… tenemos lo que tenemos. Me decido por tratar con ciprofloxacino tópico en unidosis, un vial cada 12 horas durante 7 días, ya que no es tan ototóxico como otros antibióticos en caso de introducirse en el oído medio si el tímpano estuviese perforado. Por otra parte, le pauto ibuprofeno 600 mg cada 8 horas. Creo que le irá bien porque, a pesar del edema, hay espacio para que la medicación penetre en el conducto auditivo externo (CAE), no obstante le volveré a ver en 3 días para ver cómo evoluciona. Le comento a la residente que si el CAE estuviera muy estrecho insertaría una mecha de celulosa o de gasa para humedecerla con el antibiótico y un corticoide tópico, las veces que lo he probado ha ido realmente bien.

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La tos que nunca se acaba (lea la continuación)

Josefina tiene 63 años y acude a la consulta por tos desde hace casi 3 semanas. Resulta que cogió un catarro en el pueblo, en la Navidad, y «no lo ha soltado». Al principio tuvo sensación de tener fiebre («yo para eso soy como un reloj, no necesito ni ponerme el termómetro») y escalofríos. Tomó requemados y otros remedios caseros, eso sí, con paracetamol. Al principio pareció que mejoraba algo pero al cabo de unos días le quedó esa tos que no le deja dormir ni vivir, de hecho hasta se le escapa la orina. Se compró por su cuenta unos jarabes para la tos pero… como si nada, no hay manera de encontrar alivio. A este paso su marido la echa de casa porque dice que no pega ojo en toda la noche. No tiene fiebre ni otros síntomas de interés. No es fumadora, hipertensa, ni diabética.

 

En el examen físico, Josefina no presenta distrés respiratorio. FC: 82 lpm. PA: 138/88 mmHg. FR: 18 resp/min, tª 36,8º C ; pulsioximetría: 97 %. Faringe: hiperémica. AC: RS CS RS sin soplos ni extratonos. AP: Mv conservado sin sibilancias, crepitantes, ni roncus.

 

Recapitulemos: es una mujer de 63 años que lleva con tos seca desde hace 3 semanas tras un cuadro catarral. Es decir, es una tos subaguda o persistente, de las que duran entre 2 y 8 semanas y en AP la causa más habitual es una infección respiratoria aguda (IRA). Comoquiera que sé que todos los años esto es muy frecuente, sobre todo en los meses invernales informar de la evolución de la tos suele ser un mantra que repito con frecuencia en la consulta: «y no sería nada raro que siguieses con la tos unos cuantos días más». Creo que puede ser útil para algunas personas saber que la tos no va a desaparecer como por arte de magia. Otra causa habitual es la reagudización de una patología crónicade base, pero Josefina no tiene ninguna, salvo algo de artrosis y no creo que influya mucho en la tos.

 

Ya estoy decidido a prescribirle remedios caseros para la tos y tal vez un jarabe de codeína, me cercioro de que no hay síntomas ni signos potenciales de alarma que requieran una evaluación urgente o hagan sospechar un proceso de gravedad. Para ello, uso tecnología de altos vuelos: preguntar y escuchar.

 

En el caso de Josefina, la tos no se acompaña de un producción excesiva de esputo (bronquiectasias, absceso, neoplasia de pulmón), ni de hemoptisis (lo que podría hacer pensar en la posibilidad de neumonía, neoplasia pulmonar, tuberculosis, embolia pulmonaro lo más frecuente: una bronquitis); no tiene fiebre y el esputo no es purulento (neumonía, absceso pulmonar), no le duele el pecho (emboliapulmonar, síndrome coronario agudo), no refiere pérdida de peso (neoplasia, tuberculosis, absceso), ni disnea o edema de las extremidades inferiores (insuficiencia cardíaca congestiva,embolia pulmonar), y por lo que cuenta (o no nos cuenta), la tos no se debe a un cuerpo extrañoen vías respiratorias y como tampoco presenta disnea (asma, agudización de una EPOC, insuficiencia cardíaca) podría, en principio, atribuirse esta tos a la causa más habitual: una tos postinfecciosa.

 

De momento, le explico la situación y le aconsejo humidificar la habitación, con un tazón de agua encima del radiador, si no hay otra cosa, y un jarabe de codeína para aliviar la tos. También podría hacer un jarabe por su cuenta mezclando miel con la mitad de esa cantidad de zumo de limón. Cuando le escribo cómo preparar este jarabe casero, miro de reojo a la residente, pensará que esto es la consulta de «¿Saber vivir?»; le explico que al margen de su seguridad, mi fuente de información es bastante más solvente que otras que influyen aún más en nuestras decisiones.

 

Y ya que conozco un poco su afán de tomar antibióticos (vale, me acuso de juicios preconcebidos), en vez de preguntarle directamente si algo le preocupa de su tos (algo que debería hacer), me adelanto a ella informándole de que los antibióticos, en este caso y a tenor de lo que ahora presenta, no le son útiles y, sin embargo, podrían serle perjudiciales. No sé si será suficiente o dentro de 2 días volverá.

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Vengo porque me encuentro bien.

Justino tiene 79 años y una artrosis avanzada de cadera que lleva varios años causándole dolor y discapacidad funcional. Inicialmente, y tras la confirmación radiológica, se le trató de forma escrupulosa siguiendo la escalera analgésica de la OMS, con paracetamol en dosis altas (1 g/8 h vo) y al no cederle el dolor, con ibuprofeno (600 mg/8 h vo). En este punto tengo muchas veces la primera duda porque cuando este tipo de pacientes acude a urgencias del hospital porque «no puede más» se le suelen pautar otros antinflamatorios no esteroideos (AINE),(casi siempre el mismo, o inyecciones de AINE o corticoides, y realmente no sé muy bien porqué. No he leído nada sobre la majestuosa superioridad del dexketoprofeno, por poner un ejemplo, sobre otros AINE y, sin embargo… NOTA: He de confesar que más de una vez he sucumbido a la tentación de prescribirlo y los resultados… bastante desalentadores, he de confesarlo.

 

Justino es un paciente habitual pero más por mi propia incapacidad para aliviar su dolor que por ser de esas personas que solemos llamar multifrecuentadores con cierto tono crítico. A Justino le recomendé que fuera a la piscina del barrio, que caminara si el dolor no era muy fuerte, que usara un bastón contralateral para aliviar la cadera y tiene pendiente una consulta con Traumatología para valorar la indicación quirúrgica. A Justino también le derivé a Fisioterapia por si le podría ser útil seguir algunos consejos de higiene postural o la electroestimulación transcutánea de nervios (TENS) pudiera suponerle cierto alivio; y seguí tirando de fármacos hasta llegar al tramadol, con cierta precaución por los efectos secundarios que suelo ver con este fármaco: mareos (lo más habitual) pero también debilidad, trastornos del sueño, cefaleas, náuseas… No es algo raro.

 

En esas estábamos cuando un día, entre paciente y paciente, asomó la cabeza por el resquicio de la puerta semiabierta, «disculpe, no tengo cita, y no necesito nada, yo sé que estamos todo el día quejándonos y hoy vengo a decirle que estoy muy bien, que me encuentro casi sin dolor y creo que tenía que saberlo». Y se marchó. Y me quedé con una sonrisa bobalicona disfrutando el instante.

 

Aquella luna de miel no duró mucho. Meses más tarde, los dolores y sus limitaciones aconsejaron que fuera intervenido para sustituir su maltrecha cadera por una prótesis completa. Pero aquel día, aquella aparición tímida, no la olvidaré.

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Un aviso domiciliario… muy especial.

Suena el teléfono. Oye, llaman del 112, que tienen un aviso de un hombre que duerme en la calle y al parecer está muy mal. No, no pertenece al centro y tampoco tiene historia clínica, de hecho está sin documentar. Por lo visto, llamó una señora preocupándose por este hombre. Envían una ambulancia para trasladarlo al hospital. De momento está allí la policía municipal.

 

Allá que nos vamos la enfermera y yo en la ambulancia. Es un callejón oscuro que sirve de acceso para coches y camiones a una gran nave de venta a mayoristas. En sus paredes hay unos huecos profundos con puertas metálicas. Hay mucha basura y suciedad acumulada. Cuando llegamos donde se encuentra el indigente, hay un coche patrulla de la policía y una señora mayor nos explica que este hombre está mal, que hay que llevarlo a que le atiendan en condiciones, que con las heladas que están cayendo cualquier día amanece muerto, que hay un grupo de personas que todos los días le llevan leche caliente, zumo, galletas, algo que llevarse a la boca pero que desde hace un tiempo apenas se levanta y se lo hace todo por sí mismo, que de seguir así....

 

Y allí estaba nuestro paciente, nuestro «domicilio». Un hombre de unos 65 años más o menos (no es fácil calcular la edad de una persona que lleva toda su vida viviendo en la calle) y sordomudo, con quien la comunicación era el arte casi de lo imposible. Estaba encajonado en ese hueco que se le abría a través del muro de hormigón, no era mal sitio, al menos le permitía resguardarse parcialmente de la lluvia y del viento de poniente. Echado en el suelo, estaba cubierto por un buen puñado de mantas, con un gorro de lana, varios envases casi vacíos de galletas y tetrabriks desparramados de zumo y de leche.

 

- Hola, ¿qué tal está, necesita algo? Claro, no nos entiende, o eso parece. Balbucea. Bueno, vamos a ver su PA, le miramos la glucosa y le hacemos una pulsioximetría. Todo por el libro (salvo la anamnesis, «un poco» más complicada). Tras determinar las constantes vitales, me planteo una exploración lo más útil y respetuosa posible dentro de las posibilidades que tenemos: estamos en plena calle, con espectadores ajenos al acto clínico, con un paciente que no habla y no sabemos si entiende bien. El paciente se dejaba hacer, más o menos sin oponer resistencia alguna, pero aquello no iba con él. De vez en cuando la señora samaritana: debe de tener los pies congelados. Le quitamos las botas, los calcetines. Pies fríos, sucios, tremendamente sucios. En situaciones así es cuando te das cuenta del material del que están hechas algunas personas, en este caso la enfermera: pocas veces he visto tanta delicadeza, tanta ternura, tanta profesionalidad, tanto buen hacer concentrado en aquella compañera que, de rodillas en el suelo, iba descalzando y atendiendo a un «nadie» de los que a casi nadie importa. Íbamos encadenando acto clínico tras acto clínico pero… sin saber lo que realmente quería aquella persona de la que no conocíamos ni su nombre siquiera.

 

Una vez acabado nuestro «reconocimiento», sin poder señalar alguna causa, signo o síntoma rotundo de gravedad, nos quedamos de pie delante del paciente, con más dudas y preguntas que respuestas. ¿Qué hacemos? ¿Nos lo llevamos al hospital para que al menos podamos ver si todo «está en su sitio»? El «todo», claro está, se limita a un hemograma, una bioquímica básica, quizás una radiografía de tórax… Nunca el todo fue tan ridículo. Nuestro paciente seguía echado en su «refugio», «a salvo» de nosotros por tres o cuatro mantas arrebujadas. Un policía se nos acercó y dijo: «- Le conozco de toda la vida del barrio, desde que yo era un guaje siempre vivió en la calle, ya hemos venido más veces y no quiere ir a ningún sitio, si se fuera de aquí perdería el sitio y lo que tiene». Aquel policía estaba en lo cierto, llevarle al hospital, probablemente en contra de su voluntad, significaba que perdería sus pertenencias, el hueco de la pared, la leche caliente, algún bocata de vez en cuando… y nosotros preocupados por el recuento leucocitario. El policía nos los dijo humildemente, sin creerse portador de sabiduría alguna, pero estaba en lo cierto. Sin mencionar los principios éticos, nos estaba remarcando que el principio de autonomía (respeto por las decisiones respecto a su vida y su salud) estaba en juego en ese callejón húmedo. También el de no maleficencia (¿seguro que no le haríamos daño en lo que más valoraba solo por atender nuestra conciencia sin una indicación precisa de derivación al hospital?).

 

Nos miramos. Venga, nos vamos. En este momento no quiere irse de aquí, eso está claro. Dimos las gracias a la señora y volvimos al centro de salud. ¿Qué era el aviso?, nos preguntaron. Un «domicilio» muy especial. Más tarde eché una ojeada al algoritmo de atención al indigente de la Guía de ayuda al diagnóstico en Atención Primaria de semFYC, donde tras descartar la urgencia de la situación enfatiza la importancia de establecer una relación de confianza, mostrar interés por los problemas, atender las necesidades del paciente y ser sensible a sus valores.

 

Unas semanas más tarde me encontré con Álvaro, que además de ser médico de familia dedica su vida a las personas con problemas de drogas y a las que no tienen un techo para dormir. Algo así como el hombre de la calle 26 del poema «Refugio nocturno» de Bertold Brecht. Se lo conté. Quería oír su opinión. Fue tajante y claro: no tenemos derecho alguno a alterar la voluntad de nadie que opte por un estilo de vida diferente del que pensamos que pueda ser mejor para su salud. Y entonces me habló de los más de 3 millones de pisos vacíos en España y que con solo un porcentaje ridículo dedicado a dar un hogar a estas personas se podría solucionar el problema de la indigencia. Y me recordó la necesidad de la voluntad política para solucionar estos problemas. Entonces no había escraches ni planteamientos autonómicos para solucionar el problema de personas que se quedan sin vivienda. Se había adelantado en el tiempo.

 

Me gustó sentirme médico en aquel callejón, con mis dudas, es cierto. Me gustó escuchar cómo el policía expresaba con humildad su respeto por la voluntad del paciente. Me sentí bien al compartir con aquella enfermera lo más delicado y frágil de aquella persona silenciosa que nos miraba hacer. En fin: me gustó compartir con un amigo la utopía de que algunas cosas pueden ser posibles si ponemos empeño y una firme decisión para alcanzarlas. Al fin y al cabo, de eso se trata: de preocuparse más de lo que otras personas creen necesario, de arriesgar más de lo que otros creen seguro, de soñar más de lo que otros creen útil, de esperar más de lo que otros creen posible (K. Sriram). Y mucho más en estos tiempos.

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AMFj2013;2(5):11

AMF 2013; 9(8); 1868; ISSN (Papel): 1699-9029 I ISSN (Internet): 1885-2521

Comentarios

Mª José 07-11-13

Guillermo, un artículo precioso. Suscribo el comentario que dice "en este artículo te reconozco"Enhorabuena por tu trabajo y por ser como eresUn fuerte abrazo

Carlos 02-10-13

Hacía tiempo que no sabía nada de tí, directamente. Pero en este artículo te reconozco. Estás ahí. Un ejemplo de humanidad, de humildad, de proximidad. Un placer leerlo.

Nerea 02-10-13

Precioso, guille, como si lo viera... un abrazo, amigo

Patricia 01-10-13

Me ha encantado. Muchas gracias por compartirlo

Luis Andres 30-09-13

Simplemente gracias, profesional y humanidad.

Francisco Jose 30-09-13

Que forma mas bonita de contar no solo el trabajo de un medico de familia, sino los sentimientos que conlleva hacerlo ya sea bien ya sea mal.