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Abril 2021
Abril 2021

Esteban: ser sordo en tiempos de COVID

Elena Serrano Ferrández

Especialista en Medicina Familiar y Comunitaria EAP Encants. CAP Maragall. ICS. Barcelona

Elena Serrano Ferrández

Especialista en Medicina Familiar y Comunitaria EAP Encants. CAP Maragall. ICS. Barcelona

Fotografía de Elena Serrano

En el momento que Esteban necesitó ser atendido en la consulta en Atención Primaria (AP), llevábamos 2 semanas del estado de alarma por la situación de pandemia de la COVID-19. No podía pedir cita con su médica de familia (MF), tal como habría hecho en cualquier otro momento, porque tal realidad implicó un cambio organizativo y, entre otros condicionantes, se encontraba la priorización de la atención telemática.

 

Esteban no realizó lo que en ese momento el protocolo recomendaba: no llamó por teléfono ni solicitó consulta a través de internet. Acudió varias veces a la planta baja del edificio donde, desde el inicio del confinamiento generalizado, se habían instaurado dos consultas diferenciadas: motivos sugestivos de COVID-19 y no COVID-19. A la entrada se realizaba una valoración por profesionales de enfermería, con varios metros de distancia y protegidas por el equipo de protección individual (EPI), y se decidía si podía acceder a una u otra consulta presencial, o se le recomendaba volver a casa a la espera del contacto telefónico. Cuando una persona sí era visitada presencialmente en ese momento, según el criterio del profesional, se citaba un seguimiento telefónico en la agenda del equipo asistencial correspondiente, dado que en el edificio se ubican diferentes centros de atención primaria (CAP).

 

El centro al cual pertenecía Esteban, ofrecía esa visita telefónica de seguimiento, pero podía ser llevado a cabo con su profesional de referencia o no, dado que en esas primeras semanas había un alto de número de profesionales en situación de baja laboral. Este hecho afectaba a la longitudinalidad tanto presencial como en la atención a distancia.

 

Esteban no realizó lo que en ese momento el protocolo recomendaba: no llamó por teléfono ni solicitó consulta a través de internet. Se debía a varias razones, pero destacaba el que desde hacía varios meses no disponía de teléfono móvil. Se lo habían robado una tarde cuando volvía a casa y tenía dificultades para comprar uno nuevo debido a que «todo» estaba cerrado en la ciudad. Él nunca había utilizado el teléfono para concertar una cita, lo usaba en contadas ocasiones y casi exclusivamente con su familia, debido a su marcada hipoacusia. Esteban vive solo, aunque comparte edificio con uno de sus sobrinos. Su hermana Encarnita, con la que mantiene un contacto estrecho, era quien lo acompañaba habitualmente a las visitas. Recuerdo que, en nuestros encuentros previos, el tiempo cursaba a un ritmo sostenido por el vaivén de los labios enlentecidos y el cual se iba encontrando su espacio el relato detallado de Esteban, y solía acabar con la escritura en un papel de algunas frases que luego le permitirían recordar nuestra conversación. Por aquel entonces no me había planteado el lugar del lenguaje de signos en la vida de Esteban ni en el mío tampoco.

 

En estas semanas de pandemia acudía solo: Encarnita vivía en la periferia de la ciudad, se encontraba convaleciente por la infección de la COVID-19 y también era cuidadora de su pareja, que tenía cáncer.

 

El primer día de visita presencial de Esteban en la consulta COVID, refirió congestión nasal y oídos taponados. Se le diagnosticó una sinusitis y se le recomendó tratamiento antibiótico. Al día siguiente, una enfermera de su equipo de referencia le llamó para hacer seguimiento y anotó en la historia:

 

«El sobrino refiere que tiene tos seca, que su tío no tiene teléfono.

Cuando pueda, que se ponga en contacto con nosotros.»

 

Tres días después de ese contacto telefónico, otra profesional diferente del equipo de referencia realizó una nueva llamada de seguimiento y escribió en la historia:

 

«Contacto con su sobrino, quien no sale de casa por síntomas sugestivos de COVID-19.

Dice que no sabe dónde está su tío. Y que, si vamos al domicilio, no nos abrirá.»

 

Esteban seguía sin encontrarse bien y accedió a una nueva visita presencial en la planta baja. Había pasado una semana y un día de la primera valoración. En su historia quedó relatado:

 

«No entiende por qué ha de hacer el aislamiento recomendado en la visita de hace 6 días.»

Su frecuencia cardiaca y su saturación de oxígeno son valoradas como normales. Conclusión: «No indicación de radiografía.»

 

Una de las compañeras enfermeras me previene del seguimiento pendiente de Esteban, en la agenda común de llamadas telefónicas titulada «Coronavirus», tras una nueva visita en la planta baja. Coincidía ese día con un cierto cambio organizativo que habíamos decidido las profesionales del equipo, después de varias semanas de trabajo de listas comunes telefónicas y con el objetivo prioritario de atender todas las llamadas al final del día. Consistía en, primero, asumir las llamadas telefónicas de los pacientes asignados al cupo propio, así como realizar un encuentro a mediodía para comentar las dudas, incertidumbres y aprendizajes de los pacientes que íbamos atendiendo tanto telefónicamente como en el domicilio. Nos dibujamos como objetivo mantener la longitudinalidad de nuestro cupo, asumir lo mejor posible la incertidumbre y la complejidad en pacientes que no conocemos y que no podemos explorar físicamente. Recordando lo vivido, estos encuentros acabaron siendo algo más que un intercambio de «ciencia». Llevábamos varias semanas ya con la priorización telemática, con el seguimiento de pacientes conocidos y menos conocidos, y con toda nuestra dedicación girando en torno a la infección por la COVID-19. Coincidíamos en la cierta impotencia con esta nueva forma de trabajar que no se resolvía con la cantidad de protocolos cambiantes y vivíamos las dificultades de coordinación, como forma de orientarnos en una forma de trabajar diferente con agendas comunes y todo telemático.

 

Y ese día, cuando intenté contactar con Esteban, quien respondió a mi llamada fue su sobrino, que me comentó que su tío seguía con los síntomas y que no había mejorado con el antibiótico. Acordamos una visita a domicilio al final de semana coincidiendo con mi turno de guardia de domicilios. Eran días en los que las jornadas se extendían más allá del horario habitual, desbordadas por la cantidad de llamadas telefónicas. Pero antes de poder realizar esta visita presencial, Esteban acudió al centro de urgencias de referencia. No se encontraba bien. En un informe de alta acotado en el número de información consta la valoración de una radiografía de tórax informada como normal y la recomendación de un tratamiento sintomático para la mucosidad.

 

Transcurrieron solo dos días de esa visita a urgencias, cuando la pareja del sobrino llamó al centro y fue atendida por el equipo que asumía la guardia del tercer día de fin de semana largo festivo. Ella quería comentar que «Esteban se encuentra mareado, con tos y con dificultad para respirar». Tras valoración telefónica, se solicitó una ambulancia, que lo recogió en su domicilio y lo trasladó al hospital de referencia.

 

Me incorporé tras los días festivos y, en el repaso de las historias que quedaron en mi lista de pendientes de revisar, supe que Esteban se encontraba ingresado en el hospital con diagnóstico de neumonía por la COVID-19. En un nuevo contacto telefónico con la familia, supe que su alta hospitalaria era previsible para final de semana. Se confirmó su llegada a casa el viernes por la tarde y acordamos una visita el lunes siguiente. Su sobrino me avanzó su preocupación y la dificultad para la recuperación de su tío en la casa donde el calentador del agua caliente y la lavadora llevaban semanas estropeados.

 

Dieciocho días después del primer contacto de Esteban con el CAP, acompañada por una enfermera, visitamos a Esteban en su domicilio. Antes de entrar, en la escalera, dedicamos un tiempo a vestirnos con los EPI, que atenuaban nuestra voz y solo los ojos se intuían a través de las gafas. Como primeras imágenes desde la entrada hacia el salón, un sofá con revistas y pasatiempos que mantenían una perfecta verticalidad. Y en el suelo, una fila con toda la medicación que se le había ido prescribiendo a lo largo de los días pasados siguiendo el orden cronológico de su toma. En la mesa, papeles y algunas barras de pan envueltas en papel de plástico. Las grandes ventanas permitían la entrada de luz y al otro lado, en la terraza, se ubicaban una gran cantidad de plantas de aspecto muy cuidado y con flores hermosas.

 

A un lado del salón se encontraba, de pie, Esteban. Se emocionó y sus mejillas quedaron empapadas al vernos. Su primera frase fue de sorpresa: «No me imaginaba que pudierais venir aquí, con todo este “lío” del virus». Expresó que se sentía mal porque su sobrino había descubierto la organización de su casa, con tantas cosas «por medio», sin agua caliente y con la lavadora estropeada. Tenía interés en contarnos lo que había transcurrido en esos 18 días de síntomas y visitas.

 

Relató sus síntomas, sus sensaciones y las dificultades vividas en los encuentros clínicos de las semanas previas. Aún no entendía por qué había intentado pedir hora presencial conmigo «como antes» y la respuesta fue «no puede ser». Nos recordó que el teléfono no era una opción para él, no podía llamar porque hacía meses que no tenía móvil y dependía de la disponibilidad de su sobrino. Pero no solo había encontrado limitante la distancia comunicativa que implicaba la priorización telefónica. Cuando acudía en persona, todas las personas llevaban mascarilla y había una gran distancia entre el lugar de la profesional de enfermería que preguntaba por el motivo de consulta y la puerta donde se debía quedar él. La distancia de seguridad, expresó, impedía comunicarse a personas como él que necesitaban leer los labios, una cierta cercanía y otro ritmo en el transcurrir del encuentro. Repitió que en algunas de las consultas «ni me miraron», no tocaron su cuerpo, y que sentía impotencia cuando le señalaban con el dedo para indicarle que debía alejarse, para mantener la distancia de seguridad…

 

Durante el ingreso reciente se había quedado impresionado por la cantidad de sangre que le sacaron y la variedad de tratamientos que le administraron, sin la explicación del porqué ni para qué. Sus manos reprodujeron la escena de la aplicación de unas inyecciones en su barriga que a él le recordaba a cuando «un torero le pone las banderillas al toro… Allí todo el mundo iba tapado y te tocaban lo menos posible, no podía preguntar, no tenían tiempo de nada…».

 

Acabó su relato y exploramos su cuerpo. Todo estaba aparentemente bien, aunque él comentaba que las noches eran difíciles porque tenía calor y sentía como un peso en todo el pecho. Parecía que iba mejorando durante el día, pero volvía a empeorar por la noche. No tenía termómetro y no sabía si se debía a la fiebre. Y, como apenas se movía por la casa, no podía valorar la sensación de falta de aire por la que le pregunté varias veces. «Yo soy un hombre de caminar mucho durante el día, no sé si ahora salgo a la calle si aguantaría bien». Antes de acabar nuestro encuentro, tuvimos tiempo para revisar el tratamiento que habían recomendado al alta e intentar resolver algunas dudas sobre esta neumonía por la COVID-19 de la que había sido diagnosticado.

 

El final de nuestra visita lo dedicamos a las ciertas dificultades para la recuperación en su casa y acordamos en comentarlo con la trabajadora social para valorar la petición de una plaza en uno de los hoteles que se habían habilitado para recuperación de algunas personas con infección por la COVID-19, que no podían estar en su domicilio.

 

Creo que fue una de las primeras «visitas (presenciales) sagradas» en este primer periodo de pandemia. El EPI era permeable a encuentros conmovedores aun siendo consciente de las limitaciones, tanto para él como para mí, en la escucha y en la conversación. Nuestros labios estaban ocultos y la mirada con el cuerpo algo torpe por la protección tomaban protagonismo.

 

Transcurrieron 4 días hasta que Esteban se instaló en el hotel y, hasta entonces, mantuvimos contacto telefónico acordado con su sobrino que le dejaba el teléfono. Sus preocupaciones: no quería dejar la llave a su sobrino mientras estuviese él ingresado, no terminaba de entender por qué le recomendamos que saliese de su casa para ir a otro lugar cuando en el hospital le habían dicho que no saliese de casa para no contagiarse con la COVID-19 y, también, tenía dudas sobre el pago de la estancia en el hotel...

Al final de la llamada le escribía un correo electrónico a su sobrino con nuestras conclusiones, quien se lo mostraba y Esteban lo leía con tranquilidad.

 

El día que marchó al hotel acordamos un encuentro presencial en su domicilio, a él parecía darle más tranquilidad por la posibilidad de atender dudas que le pudieran surgir. No hablamos de miedo, ni de incertidumbre, ni de soledad, ni del abismo a lo desconocido… pero, al menos yo, lo pensé y lo sentí. Ese día él había madrugado y cuando llegamos ya estaba preparado con su mascarilla y su equipaje. Enseguida sonó el timbre que nos avisaba de que le esperaban abajo. Su sobrino le entregó las llaves que tenía del piso, tal como él prefería. Esteban, al cerrar la puerta de su casa, en voz baja, dijo: «A ver cómo están mis plantas cuando vuelva».

 

Para despedirme, acerqué mi cuerpo escondido en el EPI y apoyé ligeramente mi mano, cubierta por el guante, en su hombro. Percibí que él se retiraba sutilmente, y pensé que quizá le había asustado.

 

A la mañana siguiente le llamé al hotel, para interesarme por cómo había ido el traslado y cómo se encontraba. Me sorprendió que el recepcionista me avisase de que Esteban era una persona con problemas de audición y que si no me respondía al teléfono no colgase, porque él avisaría a la enfermera de esa planta para que le comunicase que tenía una llamada pendiente. Qué importantes esos pequeños detalles que imaginé habría percibido Esteban con su especial sensibilidad.

 

Hablé con él, se encontraba bien y agradecido con la acogida y el cuidado que recibía allí. Me describió su habitación, sus horarios y lo contento que estaba de poder tener un teléfono con el que comunicarse con su familia. Me contó sus percepciones sobre el viaje por las calles de la ciudad hasta el hotel y acabó haciendo referencia a ese momento en que apoyé mi mano en su hombro, en la despedida: «Ayer, cuando me tocaste el hombro, me quedé preocupado y no supe qué pensar. Quizá es que pensaba que estaba peor de lo que me encontraba y que me tenías que sujetar. O que realmente yo estaba peor, por lo que ponía en el informe y nadie me lo decía».

 

Transcurrieron dos semanas en el hotel y, a su salida, acordamos con su sobrino una visita de seguimiento para ver su evolución. Pero, por casualidad, un día de visitas domiciliarias por el barrio, nos cruzamos en el camino. Era su hora permitida de salir a pasear, pues aún nos encontrábamos confinados y con tramos horarios marcados para salir de nuestras casas. Ambos llevábamos mascarilla, y ese día yo no iba cubierta del traje impermeable. Hablamos de su vuelta a estos tiempos de horarios fijados para salir a la calle, de necesidad de cubrir nuestras bocas. Recuerdo su mirada, y su expresión de cierta sorpresa cuando le pregunté por sus plantas a su regreso.

 

 

Esta crisis pandémica ha visibilizado las grietas de una asistencia médica masificada, que conlleva una reducción de la heterogeneidad en su demanda, diluyendo la singularidad de las personas y de los encuentros. Esteban pertenece a una comunidad que convive de forma cotidiana con barreras y en un mundo donde se construye e intercambia información de forma distinta. La percepción visual es un aspecto indisoluble de la construcción identitaria y de comunicación de la persona sorda. Se sostiene de un eje vertebrador que es la continuidad en un tiempo real, con una comunicación cara a cara, presencial y cercana y es, ahí, desde donde se abre un mundo de posibilidades, a pesar de la imposición de una nueva organización social por un mundo homogéneo, de distancias sociales y de protagonismo virtual1.

 

Este relato clínico recoge el discurrir de un tiempo cronológico, el de los encuentros clínicos con Esteban. Pero entre líneas se escurre ese otro tiempo lógico que permite comprender y, de alguna forma, concluir algunos significados a través de su propia historia. Nos apunta sobre la necesidad de interrogarnos, en esta pandemia, cómo en tiempos de urgencia se puede llegar a prescindir de la subjetividad y de esos tiempos lógicos de las personas que atendemos2 y cómo dejarnos atravesar por las tensiones de las narraciones sin atomizar los tiempos 3.

 

 

Lectura recomendada

Serrano E. Esteban: La voz de las manos silenciosas. AMF 2021;17(4):2918

Bibliografía

  1. González L. La comprensión de la alteridad sorda desde una perspectiva sociocultural. Revista Española de Discapacidad. 2020;8(1):159-180.
  2. Grases S. Lo que se juega en un instante. Acontecimiento y acto en tiempos del COVID-19. Taller de la Palabra en Medicina, SCB-ICF, 15 de mayo de 2020. Inédito.
  3. Cruz M. El ser sin tiempo. Barcelona: Herder Editorial, 2016.

 


 

Dedico este texto a cada una de las personas que, durante estos meses de pandemia por la COVID-19, me han acompañado dando valor a estas pequeñas grandes historias.

AMF 2021; 17(4); 2919; ISSN (Papel): 1699-9029 I ISSN (Internet): 1885-2521

Comentarios

Luis Andres 11-08-21

Gracias ElenaMucha vidaLuis