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Enero 2012
Enero 2012

Las «etiquetas» de enfermedad: luces y sombras

A primeros de los años 80, existía un tipo de pacientes que tenían como denominador común el hecho de acudir repetidamente a urgencias por presentar de forma aguda una sintomatología variable, del tipo de falta de aire, alteraciones «del corazón», sensación de gravedad, etc. y, en realidad, «no tenían nada». Con este «diagnóstico» eran tratados a veces con un cierto (e injustificable) desdén por ser pacientes que no tenían nada pero que implicaban una inversión de tiempo en una urgencia, en general, bastante «animada».

 

No mucho tiempo después se definieron los criterios de una «nueva enfermedad» o «etiqueta diagnóstica»: la crisis de pánico (panic disorder entró como MeSH en el PubMed en 1992). Esa etiqueta permitía mirar a aquellos pacientes con otros ojos porque podíamos establecer un diagnóstico a partir del cual se desarrollaba una determinada actuación terapéutica.

 

En algunas etiquetas diagnósticas las cifras son las que determinan nuestra «visión y misión». Por ejemplo, para el caso de la hipercolesterolemia, se define un punto a partir del cual ponemos la etiqueta: 200 mg/dl (un punto de corte que determina que la mitad de la población es «patológica»). Si el paciente no supera la cifra, la etiqueta es de normalidad, y curiosamente nuestra actuación profesional puede variar radicalmente en función de ello, actuar en los «enfermos» (análisis, ECG, dietas, consejos, fármacos, controles, etc.) o no hacer nada en los «sanos», aunque todos sabemos que tan patológico o sano es el individuo con 199 mg/dl como el de 201 mg/dl.

 

Un ejemplo más de este juego de las etiquetas es el artículo sobre la testarudez publicado en la página web de AMF1. De entrada, puede parecer un simple ejercicio de humor, más o menos acertado, ajustado a su fecha de publicación, el 28 de diciembre. Si bien ello es cierto en buena parte, debe el lector entender que se trata de verdadero humor negro. Es una caricatura del empeño que tenemos a veces en poner etiquetas de enfermedad a determinados comportamientos o acontecimientos, por otra parte bastante habituales, que en ocasiones no son más que elementos que integran el carácter o forma de ser de los individuos, o simples reacciones ante situaciones vitales.

 

Obtener la etiqueta de enfermedad tiene como consecuencia que esos individuos pasen a ser objeto de la actividad sanitaria con todas las consecuencias que de ello se derivan (pruebas diagnósticas, acciones terapéuticas, etc.). Una consecuencia más de la etiqueta de enfermedad es que quita responsabilidad a quien la padece (la responsabilidad pasa a ser del sistema sanitario). Pero además, en no pocos casos, genera oportunidades a todos aquellos (¿mercaderes?) que tengan algo que ofrecer para curarla.

 

Los tres ejemplos expuestos nos sirven para, más o menos, observar las diferentes ventajas e inconvenientes, o quizá sería mejor hablar de beneficios y riesgos, de las «etiquetas diagnósticas».

 

En el «haber» podemos considerar:

  1. Se evita la respuesta del tipo «no tiene nada». Cuando a un paciente con un determinado síntoma le decimos que «no tiene nada» (o también, «eso es de los nervios») puede reaccionar de dos formas bien distintas: a) el paciente preocupado por tener algo queda aliviado y tranquilo por el hecho de no tener nada; b) el paciente queda más preocupado aún, pues padece unas determinadas molestias y no le encuentran nada (pero lo que él sabe seguro es que se trata de «algo», el «nada» no le sirve). La primera reacción se va a dar más en problemas de tipo agudo y no va a tener mayor relevancia, mientras que la segunda está relacionada con problemas o síntomas recurrentes que alteran la vida del individuo, que seguirá «peregrinando hasta encontrar una respuesta (en muchos casos, una «etiqueta») de modo que llegue a saber qué es lo que «realmente» tiene. La etiqueta, pues, genera la «seguridad diagnóstica» con la que el paciente se siente cómodo (y también el profesional).
  2. Se desculpabiliza al paciente. El paciente sin etiqueta acaba siendo interpretado como alguien que medio inventa los síntomas, que tiene manías, es hipocondríaco, que todo es «psico», etc., con lo cual él es el responsable de lo que le ocurre y en su mano está ponerle remedio. Cuando el paciente dispone de etiqueta diagnóstica, el culpable es otro, existe una etiología más o menos conocida para su patología y, por tanto, la culpabilización (tanto externa como propia) desaparece. El culpable es externo y el individuo queda liberado de esa acusación.
  3. Se normaliza y homogeiniza la conducta diagnóstico-terapéutica que deberá seguir el profesional. A los individuos con una determinada etiqueta se les realizan las pruebas diagnósticas que vengan determinadas por las guías de práctica clínica o consensos que existan, y se les aplica el tratamiento específico que corresponda. De nuevo, así se sienten más cómodos tanto el paciente como el profesional.

Si los anteriores elementos son los que podemos considerar como beneficios o efectos positivos del «etiquetaje», no cabe duda de que también van a existir, como en cualquier actividad médica, efectos secundarios o daños. Así, en el «debe» podríamos incluir:

  1. Se convierte en enfermo a un individuo sano. En ocasiones, la etiqueta resulta un lastre para toda la vida, un factor limitador, un algo por lo que preocuparse, un motivo para realizar seguimientos y controles que puede producir cambios significativos en el día a día del individuo, etc. y, a menudo, sin que esté claro si esto le aporta algún tipo de beneficio. De hecho, al «biologizar» el problema podemos poner barreras a otro tipo de abordaje no biológico.
  2. Se desresponsabiliza al paciente de su situación y, sobre todo, de la gestión de su patología. El individuo puede tener una cierta actitud fatalista ante la situación dado que no está en sus manos cambiarla, y su única obligación, o al menos la más importante, es la de acudir a los controles pertinentes de los cuales va a depender para siempre y cumplir con el tratamiento indicado.
  3. Se «medicaliza» al individuo de forma innecesaria y, por tanto, yatrogénica. Del etiquetado se deriva toda una cadena de acciones, especialmente de controles y seguimientos que, como ya hemos dicho, van a seguir repitiéndose durante toda la vida, generándole al individuo una dependencia directa del sistema.

La etiqueta de hipercolesterolemia en un individuo con unos valores de colesterol total de 220 mg/dl, sin otros factores de riesgo, sería el paradigma del compendio de maldades derivadas del etiquetaje. Bien conocida es la ínfima utilidad de tratar la hipercolesterolemia en prevención primaria, como lo es la tendencia habitual de los profesionales a «estatinizar» cifras de colesterol (en un ejercicio de «maquillaje clínico» de valores analíticos) en lugar de tratar a personas aplicando una visión global.

 

Por otra parte, la etiqueta de trastornos de pánico podría ser, en cierto modo, el paradigma de las bondades del etiquetaje al permitir ofrecer un diagnóstico y tratamiento efectivo a un conjunto de individuos que sin ella quedaban un tanto desamparados ante la actuación profesional.

 

¿Y qué ocurre con la etiqueta de la testarudez? ¿Es una etiqueta que aporta beneficios o que hace daño? ¿Acaso un determinado grado de testarudez que afecte a la cotidianidad del individuo no debe ser considerada patológica? Porque la diferencia entre lo patológico y lo normal, como ya comentamos anteriormente, es simple en valores extremos, pero tenue en valores centrales, especialmente para aquellas etiquetas que dependen más de la subjetividad del profesional (trastornos de personalidad, trastorno por déficit de atención, etc.).

 

No son ajenas tampoco a esta incierta dualidad las etiquetas que ponemos en función de cifras consensuadas (colesterol, hipertensión, hiperuricemia, etc.). Nos parece fácil etiquetar de osteoporosis a una mujer de edad avanzada con una baja densidad de masa ósea (DMO), pero nos pueden surgir dudas (si no estupor) cuando en realidad lo que pretendemos es que la DMO de una anciana de 80 años no se desvíe demasiado de la de las jóvenes de 20 a 39 años. En esa línea de actuación ya disponemos de una definición de la sarcopenia2 (pérdida de masa muscular relacionada con la edad) que ya consiguió su etiqueta MeSH en el PubMed en 2010 y sobre la cual ya hay líneas de investigación para disponer de fármacos para su tratamiento3. ¡Manda…!

 

Así, cada vez son más numerosos, y siguen creciendo los componentes de esta «familia de etiquetas» en las que no hay un acuerdo entre los profesionales sobre si son realmente enfermedades u obedecen a otras situaciones (en las que caben interpretaciones de todo tipo). Podríamos intentar establecer una (larga) lista de ellas. Si así lo hiciésemos, probablemente levantaríamos ampollas entre aquellos de nosotros que encontraramos en la lista alguna enfermedad que padecemos en primera persona o en nuestros familiares allegados. Por ello, como comité de redacción de AMF, dado que no podemos esgrimir datos concluyentes e incontestables que eliminen las dudas e incertidumbres que pesan sobre muchas de esas enfermedades/etiquetas, preferimos que cada lector confeccione su propia lista adecuadamente argumentada y, por supuesto, que actúe en consecuencia.
El tiempo pondrá luz, o no, sobre muchas de nuestras dudas al respecto. Pero mientras esto ocurre, lo más razonable es ser prudente. En un entorno altamente medicalizado y con muchos intereses, no siempre nobles, que presionan hacia mayores cuotas de medicalización, debemos evitar las etiquetas poco útiles o innecesarias que tienen una relación beneficio/riesgo negativa; debemos relativizarlas si ya están puestas e intentar redirigirlas hacia abordajes no médicos, reduciendo en lo posible el corolario de fármacos y pruebas que las rodean. En dos palabras: prevención cuaternaria4.

 

Bibliografía

  1. Síndrome de la testarudez. AMF. 2011. Publicado on-line. Disponible en: http://www.amf-semfyc.com/web/article_ver.php?id=927
  2. Fielding RA, Vellas B, Evans WJ, Bhasin S, Morley JE, Newman AB, et al. Sarcopenia: an un diagnosed condition in older adults. Current consensus definition: prevalence, etiology, and consequences. International working group on sarcopenia. J Am Med Dir Assoc. 2011;12:249-56.
  3. Rolland Y, Onder G, Morley JE, Gillette-Guyonet S, Abellan van Kan G, Vellas B. Current and future pharmacologic treatment of sarcopenia. Clin Geriatr Med. 2011;27:423-47.
  4. Gérvas J. Moderación en la actividad médica preventiva y curativa. Cuatro ejemplos de necesidad de prevención cuaternaria en España. Gac Sanit. 2006;20(Supl 1):127-34.
     

AMF 2012; 8(1); ; ISSN (Papel): 1699-9029 I ISSN (Internet): 1885-2521

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