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Febrero 2016
Febrero 2016

Eutanasia y suicidio asistido

«Cuando la compasión se separa de las otras virtudes,

 se convierte en un vicio mortífero»

G.K.Chesterton

 

Agradecemos a Miguel Melguizo Jiménez, Pablo Simón Lorda y Beatriz Arriba Marcos, autores del artículo «Eutanasia y suicidio asistido» (AMF 2015;11[7]:384-391), el abordaje de un tema tan complicado, pero a la vez imprescindible para los profesionales de Atención Primaria. Entendemos que los autores escriben desde un determinado posicionamiento ético, y dada la pluralidad de acercamientos éticos creemos que es necesario que el lector también conozca otro punto de vista que le sea merecedor de un acto de reflexión, para que de este modo pueda ampliar su propio juicio de valores éticos. Como bien expresan los autores, los médicos de familia, en relación con la eutanasia, tenemos una posición privilegiada frente al resto de otros compañeros que ejercen otras especialidades, ya que somos los que mejor conocemos a los pacientes y su entorno familiar y social. Sin embargo, existen algunos puntos de vista expuestos en el artículo que no compartimos con los autores porque entendemos que cuestionan los propios valores y compromisos del médico de familia.

 

Disentimos de los autores, cuando dicen que la eutanasia es un tema que surge en la actualidad sobre todo por la defensa a ultranza del principio de autonomía de los pacientes; nosotros, en cambio, entendemos que es un tema muy antiguo, ya que de hecho se hace mención en el famoso juramento hipocrático: «y no daré ninguna droga letal a nadie, aunque me la pida, ni sugeriré un tal uso». Lo que sucede es que en los últimos años se han ido cambiando los motivos por los cuales se solicitaba la legalización de la eutanasia, ya sea por sufrimiento incontrolable, por pérdida de dignidad o por deficiente calidad de vida.

 

Desde un planteamiento fundamentado en la bioética personalista, se considera que la vida tiene un valor absoluto, incuestionable e inquebrantable, independientemente del estado de salud del paciente. El profundo respeto por la persona y su dignidad son su eje central; desde esta perspectiva, el concepto de dignidad y de calidad de vida cobra un significado mucho mayor. De este modo, la dignidad no se percibe como una cualidad que va disminuyendo a medida que perdemos facultades y salud. La dignidad es inherente, intrínseca e inalienable a la propia condición humana; por lo tanto, si se es persona, se tiene dignidad1. Morir con dignidad no es decidir cuándo quiero morir, sino cómo deseo morir; es decir, se basa en los cuidados básicos al final de la vida: morir limpio, aseado, atendido, con los síntomas de la enfermedad terminal lo mejor tratados posible; morir con el consuelo de los familiares. Morir con dignidad es fundamentalmente morir acompañado, recibiendo afecto y consuelo; de este modo la eutanasia no dignifica la muerte2.

 

Tal y como lo expresa Herranz3,«La reclamación de un derecho de cada uno a terminar su vida, a determinar el momento y el modo de la propia muerte, es un eslogan que no tiene sentido; es un eslogan publicitario, vacío. La vida real transcurre no en la plenitud, sino en la limitación. Saber vivir con limitaciones es el destino del hombre. Es la única manera de sobrevivir en las circunstancias reales del hoy y del ahora». Como médicos de familia, necesitamos tener un equipo de cuidados paliativos que complemente nuestra práctica asistencial, para incrementar la mejora de atención, en la medida de lo posible, en lo concerniente a las necesidades físicas, psíquicas y morales, del paciente y su familia. De este modo, poder atender lo mejor posible a las personas en el final de la vida, para así seguir cumpliendo lo mejor posible la finalidad de las profesiones sanitarias: curar, aliviar, cuidar y consolar.

 

Según los autores, «no parece razonable exigir una obligación de vivir por encima de la voluntad. Hacer eso podría considerarse una forma de tiranía», de este modo, la voluntad del paciente tiene prioridad sobre la ética médica, por ser el momento y las circunstancias especiales. Sin embargo, como médicos vemos muy a menudo situaciones similares, en las que por voluntad el paciente tampoco desearía seguir con su existencia, como por ejemplo la mujer que ha perdido a su esposo después de 30 años de convivencia o la madre que ha perdido a su hijo pequeño por una leucemia. Desde el planteamiento expresado en el artículo, estos y otros casos similares también «viven por encima de su voluntad», es decir, no desean vivir. Entonces, surge la pregunta que se debe responder: ¿por qué negarles a los demás lo que les concedemos a otros?, ¿dónde está la línea entre lo permitido y lo prohibido? Responder a estas preguntas presupone fundamentar nuestra ética en un marco antropológico concreto que defina con claridad y nitidez lo que significa e implica ser persona.

 

También entendemos que un requisito necesario para el ejercicio de la voluntad es que debe ser libre, pero la enfermedad o el dolor también coartan la libertad de decidir. Las coacciones sobre la libertad también pueden ser externas, ya que podemos transmitirle al paciente que está enfermo, sobre todo cuando es mayor, que está siendo una carga (emocional o económica) para quienes le rodean; y al solicitar la eutanasia o la ayuda al suicidio, esta no sería en absoluto expresión de libertad, sino de presiones, directas o indirectas. La eutanasia por compasión también es un argumento que se esgrime con demasiada frecuencia, sin embargo esta no debería ser un atenuante. Lo que hace que una acción sea correcta o incorrecta, ética o no, no es el fin, sino la acción. La eutanasia, aunque sea por compasión, debería ser una acción siempre incorrecta, es decir, no ética, por ello estamos de acuerdo con Herranz cuando afirma: «Hemos de educar el sentimiento, es decir, integrarlo en la vida moral, dirigirlo». La auténtica compasión —más costosa que suministrar fármacos letales— supone ayudar al enfermo a vivir lo más dignamente posible la fase última de su vida. En las últimas décadas, Holanda se ha deslizado desde el suicidio asistido hasta la eutanasia, desde la eutanasia para enfermos terminales hasta la eutanasia para los enfermos crónicos, desde la eutanasia para las enfermedades físicas hasta la eutanasia por malestar psicológico, y desde la eutanasia voluntaria hasta la eutanasia no voluntaria y la involuntaria; es la llamada pendiente resbaladiza. Así, en el Informe Remmelink se puso de manifiesto que el 51% de los médicos en Holanda consideraban la eutanasia practicada al margen de la voluntad del enfermo como una opción digna de ser tenida en cuenta y el 41,1% de los médicos entrevistados la había realizado4.

 

Finalmente, tampoco estamos de acuerdo en que la línea que separa prácticas como la sedación terminal, la limitación del esfuerzo terapéutico y el suicidio asistido es demasiado fina. Los autores con esta afirmación pretenden crear sombras e incertidumbre en el lector que no tenga demasiados conocimientos en el campo de la medicina paliativa. La Sociedad de Cuidados Paliativos, la Organización Médica Colegial y otros organismos siempre han trazado muy clara la línea de frontera entre unas cosas y otras, considerando que unas acciones son éticas y profesionalmente indicadas y que las otras nunca tienen una justificación ética, por lo que se debe mantener esa barrera autoimpuesta que nunca se debe saltar si deseamos que las profesiones sanitarias sigan siendo lo que siempre han sido5. Llegar a la sedación es éticamente correcto, pero se llegará cuando esté indicado hacerlo. Lo que separa la sedación de la eutanasia no es la acción, sino su intencionalidad. En el primer caso, se pretende disminuir el sufrimiento del paciente, controlar los síntomas; en el segundo, la intención es producir su muerte.

 

Desde la visión de los cuidados paliativos, frente a la situación de sufrimiento por una enfermedad terminal, se ofrece todo un programa de cuidados activos, llevado a cabo por un equipo multidisciplinar de profesionales, que mediante la utilización de recursos farmacológicos y no farmacológicos, atenderán y se enfrentarán activamente a todas las causas de sufrimiento físico, psíquico, emocional y espiritual6. No podemos defender la eutanasia, ya que es intrínsecamente contraria a la ética. Y no es ética porque atenta contra la propia dignidad de la persona enferma, al considerar su dignidad en relación con unos «criterios de calidad», según los cuales, cuando el paciente no supere ese «control de calidad», podría solicitar la muerte y, por tanto, renunciar a su dignidad y libertad definitivamente. Pero sí estamos de acuerdo en que deberíamos empezar por ofrecer a los pacientes terminales unos cuidados paliativos antes que la eutanasia, y el Estado debería invertir sus presupuestos en dotar a la sociedad de los instrumentos adecuados para prestar a los enfermos terminales los cuidados que precisan.

 

Nos recuerda Marañón7: «Sin necesidad de jurar ponemos, desde luego, a cada enfermo el régimen que creemos más adecuado a su salud delicada; y no tenemos que recordar compromisos solemnes para negarnos con todas nuestras fuerzas a la administración de venenos.… Nos basta para resolver todos estos conflictos con nuestra propia conciencia, severamente preparada, que funciona con maravillosa y automática adaptación a cada circunstancia y al matiz de cada circunstancia». A nuestro entender, la eutanasia socava la confianza que debe presidir la relación médico-paciente, de la cual forma una parte esencial el convencimiento de que el médico no abandonará nunca a su enfermo ni nunca le infligirá ningún daño deliberado8. Esperamos que con nuestro punto de vista muchos profesionales encuentren los elementos de reflexión que les permitan ampliar y fundamentar sus juicios y decisiones éticas. Concluimos y hacemos nuestras las palabras de Reguant9 en relación con el rol médico: «Ser médico de familia es ser médico de personas en todas sus circunstancias vitales, desde el embarazo hasta la muerte. Por ello, hoy más que nunca, debemos mantenernos en nuestra profesión con sus valores y sin abandonar al paciente en ningún momento».

 

Bibliografía

  1. Burgos JM. Antropología: una guía para la existencia. Madrid: Palabra; 2013.
  2. Pastor García LM. El derecho a la vida y la eutanasia. Cuadernos de Bioética. 1993;(4):32-35.
  3. Pardo Sáenz JM. Al servicio del enfermo. Conversaciones con el Dr. Gonzalo Herranz. Pamplona: EUNSA; 2015.
  4. Fenigsen R. The Report of the Dutch Governmental Committee on Euthanasia. Issues Law Med. 1991;7(3):339-44.
  5. Comité de Ética de la SECPAL. Declaración sobre la eutanasia de la Sociedad Española de Cuidados Paliativos. Med Paliativa. 2002;(9):37-40.
  6. Tomás y Garrido GMª, Ferrer Colomer M. Respuestas a la bioética contemporánea. Murcia: Fundación Universitaria San Antonio; 2012.
  7. Marañón G. Vocación y ética y otros ensayos. Madrid: Espasa-Calpe; 1946.
  8. León Correa FJ. Bioética. Madrid: Palabra; 2011.
  9. Reguant Fosas M. Mantener el compromiso. AMF. 2012;8(3):122-123.

Rosario Pérez García

Especialista en Medicina Familiar y Comunitaria.
Máster en Bioética. CAR Salou. Tarragona.

 

Modesto Ferrer Colomer

Profesor del Máster de Bioética Universidad de Murcia.

Director de la Unidad de la Espalda de la Fundación Kovacs.
Hospital Mesa del Castillo. Murcia.

Respuesta de los autores

Agradezco, en primer lugar, los comentarios que realizan Rosario Pérez García y Modesto Ferrer Colomer a nuestro artículo y su espíritu constructivo.

 

Intentaré dar respuesta y aclarar algunos de los comentarios realizados en un marco de debate abierto y tolerante.

 

La eutanasia y el suicidio asistido han estado presentes, como problema moral, desde que existe la especie humana. Todas las civilizaciones y culturas se plantearon este conflicto y es posible que nunca sea totalmente superado ni cerrado. Donde quería incidir en el artículo es en la confluencia a finales del siglo xx de dos fenómenos interrelacionados.

 

El primero de ellos, la eclosión del autonomismo como principio irrenunciable de la relación clínica. Circunstancia que ha tenido su regulación legal en los países occidentales y también su plasmación en los cambios producidos en los códigos de deontología médica.

 

El segundo se refiere al cambio en las formas de enfermar y morir, consecuencia del aumento de esperanza de vida, de la prevalencia de la cronicidad y del progreso tecnológico. Dos hechos marcan este cambio, la elevada probabilidad de que en nuestros últimos días de vida no podamos ser conscientes y tomar decisiones por nosotros mismos y la posibilidad de prolongar con medios de soporte durante bastante tiempo la vida biológica de una persona.

 

Comparto el profundo respeto por la dignidad de las personas y su dignidad. Una muerte digna no es más que la prolongación de una vida digna, e incluye muchas más dimensiones del «cuando quiero morir». La dignidad es como un cofre donde guardamos lo más valioso de nosotros mismos; externamente, el cofre debe ser igual para todas las personas, pero en su interior se guardan valores muy diferentes. Y nosotros, como médicos, tenemos que preservar tanto los legítimos valores profesionales como aquellos que nos trasladan nuestros pacientes, no necesariamente coincidentes.

 

Tras más de 26 años de experiencia como médico de familia puedo atestiguar que los cuidados paliativos son imprescindibles e irrenunciables. No obstante, me he enfrentado a situaciones en las que el respeto a los deseos y las preferencias del paciente no se satisfacían en exclusiva con los mismos. Familias y pacientes expresaban inquietudes y aspiraciones en situaciones absolutamente insoportables muy difíciles de responder con el marco legal actual. La vida humana es algo más que instinto de supervivencia y necesita un «porqué» y un «para qué vivir». Puede que a nivel particular los profesionales tengamos una respuesta, pero no para todo el mundo, en situaciones extremas, existe.

 

Los pacientes no tienen miedo a morir, tienen miedo a seguir viviendo de determinada forma. El problema es la respuesta que damos a esa «forma» que tanto sufrimiento les produce y que no en el 100% de los casos los cuidados paliativos pueden abordar.

 

El sufrimiento al final de la vida no lo podemos evitar, pero sí están en nuestra mano tres iniciativas:

 

  • Intensificar las medidas de confort y de mejora de la calidad de vida.
  • Identificar exactamente en qué escenario del final de la vida nos encontramos. En escasas ocasiones se trata de escenarios de eutanasia o suicidio asistido.
  • Empatizar con los miedos de las familias y los pacientes.

 

Los pacientes tienen miedo a los síntomas incontrolables, al abandono, a la soledad o a ser una carga para la familia. Con mucha frecuencia, la petición de eutanasia puede reconducirse si ofrecemos al paciente y su familia la posibilidad de ser protagonistas y partícipes de las decisiones sobre las actuaciones sanitarias que se vayan aplicando, sea para añadir o retirar.

 

Ya sé que siempre habrá situaciones extremas y será necesario tensar al máximo el artículo 143 del Código Penal. Pero resolvamos lo frecuente (seguro que más del 95% de los casos) con los medios que tenemos, que son muchos.

 

Y pidamos, entre todos, un debate profesional y político para hablar de la eutanasia y el suicidio asistido. Para no polarizar el debate entre el «sí y el no», sino para hablar de en qué condiciones (tipo de pacientes y situaciones clínicas) y con qué mecanismos de control (seguimiento y evaluación).

 

Comparto las dudas de Rosario y Modesto y reconozco mis miedos (los excesos, la pendiente deslizante, etc.). Pero no podemos dar la espalda, ni atenazarnos, ante una realidad que exige una respuesta superadora del actual marco legal y de las convicciones morales o religiosas propias de los profesionales.

Miguel Melguizo Jiménez

Especialista en Medicina Familiar y Comunitaria.
Centro de Salud Almanjáyar. Granada.

Magister Bioética Clínica. Universidad Complutense de Madrid.

Profesor asociado del Departamento de Medicina.
Facultad de Medicina de Granada.

AMF 2016;12(2);1522; ISSN (Papel): 1699-9029 I ISSN (Internet): 1885-2521

Cómo citar este artículo...

Eutanasia y suicidio asistido. AMF. 2016;12(2).

Comentarios

Miguel 23-06-16

No era la intención de los autores trasladar una opinión neutral o aséptica sobre un problema social y asistencia de primera magnitud. Tampoco hemos deseado ocultar nada y claramente apostamos por una modificación sustancial del artículo 143 del Código Penal aprobado en 1995. Desde esa fecha se han producido cambios relevantes en la atención al final de la vida. Entre ellos, la mejor definición de escenarios clínicos, modificaciones de la opinión de profesionales y ciudadanos sobre la dignidad en el proceso de morir o multiplicación de conflictos éticos por el desarrollo de tecnologías de soporte vital. Veinte años son suficientes para replantearnos una legislación que penaliza sin matices prácticas profesionales de ayuda para nuestros pacientes que desean ser protagonistas en las decisiones que se adopten al final de su vida. Pero nadie sensato propone tampoco una liberalización de la eutanasia y el suicidio asistido sin estrictas garantías para los pacientes, control de las prácticas profesionales y evaluación transparente de los procedimientos por organismos independientes. Para todo ello es necesario un debate profesional, social y político que muchos de nosotros deseamos se inicie lo antes posible.miguel melguizo jiménez

José Antonio 12-03-16

Me alegra comprobar que el sesgo del primer artículo ha sido patente a otros muchos lectores. Con la respuesta de los autores que reclaman una "respuesta superadora del actual marco legal" el Dr. Melguizo ha enseñado sus cartas: en definitiva,hacia una legalización de la eutanasia y el "suicidio asistido" (dicho con otras palabras más digeribles).